Kafka o el siglo de los desaparecidos
Ilustraciones por Franz Kafka, texto por Adrián Eleuteri
La dimensión humana es inconmensurable. Estudiar y comprender parte de su naturaleza es un quehacer que no cabe en el lapso de una sola vida. Influir de tal manera en ella al grado de ser capaz de modificar y aperturar la lengua para transmitir mejor un concepto es algo que le ha sido concedido sólo a unos cuantos. Veamos si no: lo cervantino existe y lo ligamos a la épica y locuaz caballeresca; lo dantesco nos arroja a un panorama vil y brutal, y lo borgiano, por su cuenta, se levanta en laberintos, entresijos de mundos múltiples y en la conjetura de lo fidedigno y lo irreal. De un siglo para acá, el escenario dominado por la angustia y la asfixia, la desesperación y el absurdo, cuaja en un santiamén al pronunciar la palabra kafkiano. La relevancia de quien el vocablo toma nombre es innegable, su vida se sigue estudiando exhaustiva, meticulosamente, y su obra, rescatada del imperdonable designio del fuego, ha influido el pensamiento universal en diferentes disciplinas.
Se dice que una lengua es un instrumento para contemplar el cosmos. No se observa igual el horizonte desde el inglés que desde el náhuatl. En antaño un haz de luz confundíase con el verde hasta que cierta lengua antigua le dio un nombre: azul. Las sutilezas pueden resignificar el más nutrido corpus. Así pues, el mundo adquiere otra dimensión, otro cariz, si se mira desde Kafka. Lo que allí estaba y no advertíamos, nos damos cuenta ahora, no es un grano de sal, es toda una atmósfera que arde.
Franz Kafka (1883-1924), genio incomprendido nacido en Praga y muerto en Austria a los cuarenta años por tuberculosis, herido y perturbado por el desprecio del padre, obsesionado y aterrado por el misterio femenino, logró crear una obra singular que habría de retratar magistralmente los epitelios sesgados del alma, el invisible —por encarnado— ramaje capilar del organismo; la anatomía puntual de la emoción cruda en la coherencia —indescifrable o no— de los otros. Obras como La transformación (1915, traducida al español como “La metamorfosis”), El proceso (1925), El castillo (1926), las apasionadas Cartas a Milena (1952), las impetuosas Cartas a Felice (1967) o la tremebunda Carta al padre (1952) ―por mencionar sólo el corazón del hondo acervo― han dotado de significado e inspiración a disciplinas en apariencia distantes como las artes plásticas (Kafka en la obra gráfica de Francisco Toledo), la televisión (“The Twilight Zone”) o el cine (“El proceso” [dir. Orson Welles]). Si nos ceñimos a los lindes del género donde nació la obra, hemos de decir que el alma exuberante que habitaba en el frágil oficinista logró inspirar a escritores de talla capital como Borges, Camus, Sartre o García Márquez (es cierto, Macondo no hubiera sido posible sin Yoknapatawpha, pero tampoco sin la asfixiante habitación de Gregorio Samsa). El periodista del caribe encontró en los escritos del burócrata las licencias para hablar de lo asombrosamente inverosímil y, sin embargo, lógico y abrumadoramente coherente. Ya entrados en territorio latinoamericano, sería una falta imperdonable, por lo menos para la conciencia de quien escribe, no mencionar a Rubén Blades, a quien Fuentes declaró como intelectual y hacedor de cuentos en cada canción, y cuya pieza musical y literaria “Pedro Navaja” el propio Gabo, para no ir más lejos, se lamentó no haber escrito (su servidor supo del prosista, en primera instancia, no por sus libros, sino gracias a esta pieza del panameño, que hacia su parte final dice: … como en una novela de Kafka, el borracho dobló por el callejón. Qué novela, siempre fue un enigma). Dicho lo anterior, debe quedar claro: no todo lo angustioso, absurdo y carente de sentido es kafkiano. Es más: no todo lo que posee los ingredientes dichos lo es.
Franz fue educado en el seno de una familia acomodada, principalmente por el padre, de forma rigurosa, rígida y severa. Los estudios académicos lo prepararon para formar parte de la burocracia. Él, no obstante, admirador de Dickens, Cervantes, Goethe y Flaubert, quería ser escritor. Obligado por su padre, estudió derecho, se doctoró en leyes y trabajó en una casa de seguros contra accidentes laborales. Así como las bestias, aún en cautiverio, enmudecen al mirar el incendio del atardecer y encuentran sosiego en la luna, así Kafka, prisionero de las formas, quehaceres y deberes de su lugar en la familia y de su profesión, encontró en la literatura el medio para ser libre, y tal fue el lugar ―¿qué otro iba a ser?― para expresar el encuentro de un alma sensible con el absurdo siniestro y el sinsentido de la vida moderna. Lo verdaderamente kafkiano defiende lo precioso acosado por lo abominable, y, tal como le sucedió a Franz, en lo kafkiano a menudo la derrota es inminente. Quedan los alaridos, empero; la faena fue dada.
En el 2014 Rubén Blades se presentó en el Festival Cervantino, concretamente en la Alhóndiga de Granaditas. Cerca de allí, en una pequeña librería cuya fachada dejaba ver el escenario entero, un viajero que seguía los pasos de Pynchon en la ciudad cincuenta años atrás, adquirió un par de obras desconocidas para él: Escribir el amor (2009), del poeta guanajuatense Héctor Anguiano Ceccopieri (fallecido a los 24 años de edad debido a una dolorosa enfermedad), y América (1927), de Kafka, una novela que no tiene la atención de sus obras mayúsculas, entre otras cosas por la confusión que genera el haber sido editada en ocasiones con el título de “El fogonero” y rara vez con el que su autor había escogido para ella: “El desaparecido”. Entre tanto, un crimen atroz indignaba al país y al mundo entero. Los poemas del guanajuatense, rabiosos de vida, hicieron llorar al viajero porque el poeta se negaba ―y lo gritaba con todas sus fuerzas― a dejar morir su yo más íntimo al acomodarse en el absurdo monótono del sistema. La tercera relectura del poemario la hizo en el autobús de regreso al D.F. Sólo entonces advirtió los paralelismos del poeta con Kafka. Mientras salía de la Ciudad Cervantina de América, pensaba en el encuentro de Pynchon con Harvey Lee Oswald, el asesino de Kennedy, que se dio allí, en un autobús de Guanajuato con destino al Distrito Federal en 1962. La novela de Kafka es corta, se nota que pretendía otra dimensión, formar parte de algo más ambicioso. Con la lectura, la epifanía llegó casi al final. Emoción y escalofrío:
“[…] ya no dudó más y dobló por el callejón para sorprender en lo posible al policía, vacilando sobre un pie en ángulo recto.”
Condensados en el casco del bólido, y más aún, reverberando en el cráneo del viajero: el encuentro de dos figuras oscuras previo al magnicidio que cambió la historia hace cincuenta años; la bárbara desaparición de estudiantes que horrorizó al mundo un mes atrás; el descubrimiento accidental de una novela de Kafka y del renglón preciso que inspiró una parte emblemática la canción que un Nobel de Literatura se lamentó no haber escrito, misterio de misterios. El viajero volvió al libro de Anguiano Ceccopieri, concretamente a Un poema para los limpiabaños, los presidentes y otros que aman su trabajo, donde, además, habla de Santa Claus, de Cristóbal Colón, de Cortés, del Papa… y sobre ellos se pregunta: “¿Cada cuánto hacen el amor? ¿Cada cuánto tienen ganas de matar?”. Al viajero lo asalta una angustia que lo rebasa. A su regreso habrá de dibujar a todos los muchachos desaparecidos, y esos dibujos, a lo largo de una década, lo mantendrán con vida. No cabe duda ―fue Kafka quien lo dijo―: “la literatura es siempre una expedición a la verdad”.