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El chip de Neuralink y el retroceso en inclusión

En enero de 2024, Neuralink —la empresa de neurotecnología fundada por Elon Musk— anunció con entusiasmo que su interfaz cerebro-computadora había sido implantada en un ser humano. Aunque el procedimiento levantó debates éticos, la empresa no tardó en resaltar el potencial revolucionario de su tecnología: ayudar a personas con parálisis o hace unos días que anunciaron avances para personas con impedimentos del habla para comunicarse de nuevo. En teoría, este tipo de avances son esperanzadores. Sin embargo, se vuelve irónico, casi cínico, que estas promesas de inclusión tecnológica emergen en un contexto empresarial donde se están desmantelando activamente políticas de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI, por sus siglas en inglés).

La paradoja: por un lado, las empresas tecnológicas buscan notoriedad presentándose como pioneras en la mejora de vidas de personas tradicionalmente excluidas; por otro, muchas de ellas —incluso las vinculadas a Musk— han reducido o eliminado programas de inclusión, eliminando el financiamiento de los departamentos de DEI y adoptado posturas “meritocráticas” que ignoran sistemáticamente las desigualdades estructurales. Este doble discurso expone un conflicto fundamental entre el avance técnico y el compromiso social.

La asistencia a personas con algún tipo de discapacidad, en este caso el impedimento del habla requiere algo más que hardware. Requiere empatía, diseño universal, y políticas de acceso equitativas que nivelen el terreno o que les den una oportunidad. Una persona con discapacidad necesita no solo un implante cerebral, sino también un entorno donde su humanidad no esté condicionada a su rendimiento, a la productividad o el “retorno de inversión”. Sin políticas de inclusión reales, la tecnología corre el riesgo de volverse una solución elitista —una promesa para unos cuantos privilegiados, más que una herramienta de justicia o avance tecnológico verdadero.

Además, cuando las estructuras que dan voz o la representación y participación de las personas diversas son eliminadas, el diseño de nuevas tecnologías tiende a replicar los mismos sesgos que se intentaban corregir. ¿Quién define qué es una “mejora”? ¿Quién decide qué voz debe ser restaurada y en qué términos? ¿Cuántas personas con discapacidad, diversidad de género o raza participan activamente en estos desarrollos? Sin marcos inclusivos, los avances como los de Neuralink pueden terminar siendo espectáculos de ciencia ficción más que auténticas soluciones humanas.

No se puede hablar de progreso si no se avanza en paralelo en inclusión y si la tecnología no está su servicio. La ironía no está solo en que se promocione la tecnología como salvación, sino en que se silencien, estructuralmente, las voces que más necesitan ser escuchadas. Un chip en el cerebro no es inclusión si fuera de la sala de operaciones el mundo sigue construyéndose para unos pocos.

– Underdog