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Canis Maior

Texto por Adrián Eleuteri

Los versos se desprendieron de mi paladar esa mañana debido a las cosas que dijimos el día anterior. Charlamos sobre amputaciones. Amputaciones familiares. El tipo de amputaciones familiares que tienen que ver con niños. Hablamos sobre niños amputados de su familia nuclear para ser luego injertados en los cuerpos enfermos de familias periféricas. Me dijo que extrañaba a su sobrina. Sin mediar más, de forma irrespetuosa y torpe, le pregunté y hablé largo y tendido sobre un poeta del Cono Sur. A este poeta, dije, le desaparecieron al hijo, a la nuera. Se los mataron. Pero la nuera estaba embarazada, y era práctica común de la dictadura llevarse a los bebés recién nacidos y dárselos a criar a las familias de los militares, dentro o fuera del país. Con el dolor, la incertidumbre y también con la esperanza, este poeta le escribió una carta abierta a su nieto o a su nieta, por si seguía con vida, y esa carta se publicó en un periódico. En un país que no era el de sus padres, la beba, nacida en el ’76, conoció su verdadera identidad en el 2000 y por fin pudo reunirse con su abuelo. Toda esta historia, dije, nomás para que le escribas a tu sobrina, una o varias cartas, las que quieras, las que necesites y las que necesitará, aunque no la veas por ahora. Aunque la otra familia le envenene los recuerdos. A lo mejor en unos años te la encuentras en la calle y, quién sabe, quedan y se reúnen y le das las cartas. Escribe. 

La mañana siguiente llevé a mi hija a la escuela y en algún punto del camino, aparentemente de la nada, estas líneas fluyeron despacio de mi boca: 

¿y si Dios fuera una mujer? 

¿y si Dios fuera las Seis Enfermeras Locas de Pickapoon?

dijo alguno

¿y si Dios moviera sus pechos dulcemente?

Descubrí la obra de Juan Gelman en la adolescencia y ese poema llamado Preguntas, el primero que leí del argenmex, me trastornó. La mente. Los sentidos. Y, sin saberlo ni entenderlo entonces, los destinos también. De eso, me dije, voy a escribir al volver a casa. A más tardar en unas horas debía entregar mi primera colaboración para una revista y no tenía nada concreto, salvo la idea o el deseo de que el escrito tuviera algo que ver con el nombre de la revista, una especie de carta de gratitud cifrada ante mi primera oportunidad editorial.

Tienes todo para triunfar, le dije a mi hija cuando me despedí de ella en la puerta de su escuela. «Tienes todo para triunfar»: una configuración lingüística que cinco veces por semana se me desprende sola. Era la frase que todos los días decía mi padre al despedirse de mi hermana y de mí al vernos por la mañana unos minutos afuera de la escuela. Vivíamos con nuestra madre. Por las mañanas, pocos minutos antes de entrar a clase, mi padre nos ayudaba a hacer la tarea. Una de esas mañanas un hombre que despreciaba la palabra abuelo y uno de sus hijos se apersonaron ante mi padre y le pusieron una pistola en la cara. Pretendían intimidarlo para que desistiera en su empeño de vernos. Mi padre dijo: Hagan lo que tengan que hacer, yo no voy a dejar de ver a mis hijos. Se quedaron en silencio. Luego de unos segundos que a mi padre le parecieron siglos el hermano de mi madre dijo, más para su señor que para el mío: Pues ya no se puede hacer más. El hombre que despreciaba la palabra abuelo respondió con su frase predilecta de batalla, destinada para quien osara contradecirlo: Ah, chingá, chingá, chingá, chingá… Por esta razón él y sus hijas y sus hijos se reunieron en su casa y trazaron, a puerta cerrada (aunque a ventanas abiertas), un descabellado plan: fingir un retiro espiritual familiar, y llevarnos a mi hermana y a mí a los Estados Unidos. Al final optaron por escribir, recitar y representar una escena ficticia en la que mi padre, borracho hasta extremos violentos, nos dejaba a mi madre, mi hermana y a mí abandonados una noche afuera de la casa en medio de una supuesta helada. 

Mi padre, el abstemio. 

Surtió efecto. Mi madre ganó la guardia y custodia. Veíamos a mi padre los fines de semana y, contraviniendo al juez de lo familiar, nos reuníamos con él unos minutos por las mañanas afuera de la escuela, de lunes a viernes, porque nos ayudaba con la tarea. Cuando se despedía de nosotros, decía: Tienen todo para triunfar.

Veinticinco años más tarde le mandé un beso a mi hija a través del aire y cuando lo atrapó crucé la calle. Vaya imagen proverbial la que me encontré. Frente a la Papelería Géminis, sobre una losa de cemento, tres perros yacían echados, uno de ellos barriga arriba. Oh, esa postal, el perro acostado sobre el eje de su propio lomo… Me recordó a Capitán. 

Hace bastante tiempo trabajé como guardia de seguridad en una plaza comercial. En mi hora de comida salía al estacionamiento y me ponía a leer a Onetti. En una de sus novelas (la última, de hecho) me encontré con una declaración importante: Nombres de perros son Fido, Capitán, Lobo, Pelin. Sí, por supuesto que sí, dije, cerrando de sopetón el libro, aspirando una bocanada honda y mirando el cerro del Ajusco levantado por encima y más allá de los edificios de Periférico Sur. De tal manera que años después, cuando tuve a mi hija y le regalé un perrito para que entre los dos se quisieran y se cuidaran, al momento de llamarlo de algún modo yo dije: nombres de perros son Fido, Lobo, Pelin, pero este perro va a llamarse Capitán.

Una vez nos quedamos dormidos en el piso de la cocina, mi hija, Capitán y yo, tratando de identificar en las manchas diminutas del techo constelaciones animales. Desde entonces, aunque no siempre, ya fuera en su sillón, en el pasillo del patio o en el pasto de los parques, Capitán dormía despatarrado, panza arriba. Fue lo que vi al caminar por la acera de la Papelería Géminis: un perrito dormido como Capitán. Por eso saqué mi teléfono, me hinqué, encuadré la imagen y solté el disparo. Lo que logré capturar tardó en mostrarse y resultó en un perro atravesado; otro, surgido a lo mejor desde el umbral de la papelería. Enfoqué un encuadre más, esperando a que el amigo importuno se moviera. No lo hizo. Me puse de pie y aguardé en el lugar largo rato. Aquí entra en acción la afable mujer que salió del local. Cuando pasó a mi lado, me dijo: Muchacho, no te van a hacer nada, ellos huelen el miedo. No se detuvo. Intenté dar una explicación, pero la intuí pueril, insubstancial. En un momento volteó unos segundos y, creo que tras dudarlo un poco, volvió sobre sus pasos. Cuando estuvo a mi lado se detuvo y acarició el lomo de un perro. Para mi asombro, ya todos se habían sacudido la pereza, corrían de aquí a allá y olisqueaban sus colas. Muchacho, dijo la mujer, tranquilo, sólo están buscando sus colitas: las perdieron hace mucho, mucho, mucho en una fiesta. Una declaración que me debió dar risa, en vez de aligerarme el día, me hizo sentir en las entrañas el dócil vértigo de un dejà vu.

Doce años atrás esa pizzería la movíamos en su totalidad chicos de entre 17 y 23 años. Yo tenía 19, Don Manfred 45. La característica más notable de mi colega era su alegría. Soltaba consejos e historias a diestra y siniestra, tenía lo necesario para cada quién. Con todo, su talante cálido no fue suficiente para que los compañeros lo invitaran a las juergas que de vez en vez organizaban en sus casas por la madrugada. Aun así, de haberse dado la invitación, no sé si Don Manfred hubiera aceptado acudir, pues estaba muy al pendiente de su familia y los avatares de los chamacos los veía con la apetencia satisfecha que otorga el camino recorrido. Sobre la palabra chamacos guardo tres de sus declaraciones. 

La primera: ¡Cómo la está armando ese canijo chamaco! (a propósito de Javier Hernández y su racha goleadora previa a la Copa Mundial de Futbol de Sudáfrica 2010). 

La segunda: Los chamacos son mejores jefes que los cascaritas (en referencia al contraste de su edad con la del resto del personal operativo de la pizzería). 

Y la tercera: Esa pinche chamaquita, ¡cómo se ponía feliz cuando me veía! (respecto a su hija, cuando pasaba por ella a la escuela en su motocicleta). Lo expresado en esta última declaración lo tengo bien grabado, porque a su hija yo la conocí; además porque expresa felicidad y Don Manfred, para hacerla feliz, solía contarle toda clase de cuentos. Una de esas historias también me la contó a mí. Si lo pienso bien, creo que sobre ella gravita de algún modo gran parte de lo que vino después. Una mañana de apertura, mientras doblábamos cajas como entrenamiento para un concurso de velocidad en el armado de cartón entre sucursales (el premio era un viaje a Acapulco), Don Manfred me dijo que su hija, de niña, le preguntó por qué los perros se olían las colas. No sé si la respuesta de Don Manfred, rocambolesca y rotunda, fue un invento suyo o si esa especie de fabulación la escuchó por ahí. Resulta que hace varias décadas hubo una fiesta. Una fiesta de perros. Se dio en una mansión. Era una fiesta de verdad elegante, por lo que los perros, al llegar, colgaron sus colas en un gran perchero para colas. Celebraron (no dijo cómo), y en un momento de la noche (ampárelos San Roque en la reminiscencia) se fue la luz. Los perros se asustaron y salieron despavoridos de la mansión. Hay que decirlo: no le prestaron atención a las colas que se llevaron del perchero. La mañana siguiente ningún perro traía puesta su verdadera cola y esa, según Don Manfred, era la razón por la cual los perros olfatean, aún hoy en día, las colas de otros perros: para encontrar su propia cola. Se carcajeó cuando terminó de contarme aquel mito fundacional y dijo: Pinche chamaquita, ¡cómo le gustaba esa historia! Hubiera querido divisar tan sólo un vestigio de esa felicidad cuando la chica entró a la tienda. Pero en su cara vi otra cosa. Cuando la conocí, me fue imposible no pensar en la fiesta de los perros.

Como es natural, pretendí cuestionar a la señora que salió de la papelería acerca del autor de tan disparatada afirmación. Pero no, no dije nada porque se arrodilló para acariciar a un perro y yo me puse a pensar en la falla de los sistemas eléctricos o en el viento que apagó las velas y en el pecado original que cargan los cachorros desde la noche de la gran celebración y de la gran penumbra. Me eché a reír. Quizá no me eché a reír, pero sí que sonreí. Vislumbré a Capitán libre, en su estado más salvaje, corriendo por el mundo, salvo para siempre de un pesaroso deber de búsqueda y reconocimiento.

Capitán nació sin cola.

En ese instante creí o quise creer que todo era como debía. Giré despacio sobre mis talones y detecté… ¿qué detecté? Ahí estábamos los cuatro perros, la señora y yo, pero también, de algún modo, Capitán y Don Manfred con su hija. Me di cuenta: juntos componíamos una constelación. Una constelación animal.

Me hubiera gustado extender ese momento muchos, muchos minutos. Y que mi encuentro con la señora afable hubiera sido verdad. Por lo menos que conservara la bondad que le descubrí en mi quimera. Porque lo cierto es que la señora salió de la papelería, me miró con un gesto agrio y al pasar a mi lado entonó sílabas severas cuando dijo: Te huelen el miedo, ¿eh? Ni que te fueran a hacer nada. Parado como estaba, seguí con la mirada un buen tramo de su recorrido. Se detuvo unos segundos. Sin darse vuelta por completo, me barrió con los ojos. 

¿Es cierto que las constelaciones son luces muertas? El poder de esa luz viajera lo anhelo para alumbrar el camino de Capitán, donde quiera que se encuentre, porque es mentira eso de que lo imagino libre, corriendo por el mundo en su estado más salvaje. La verdad es que la delincuencia local ya le había puesto el ojo y la madrugada en que se escapó ya no volvió de la cerrada donde esos tipos se juntaban. Aunque los encaré, y por más que toqué puerta por puerta, nadie dio señas de Capitán. Sólo la anciana de la miscelánea dijo algo. Habló de un carro. De un levantón rápido. De los perros que a ella le robaron esos rufianes. De un negocio de peleas. Y de otro Estado de la República. 

¿Acaso Sirius, el can mayor de esta constelación, es Capitán? He descrito cómo vislumbré los otros cuerpos de la ensoñación y he mencionado la presencia de Don Manfred. Pero no cómo lo imagino. Lo haré ahora: el ruido de una motocicleta vieja y en mal estado hace vibrar el aire, llega Don Manfred y se baja de su máquina llamada Cascarita. Viste un traje de repartidor negro con rojo, se quita el casco blanco y se acomoda la gorra del uniforme. Sonríe y arquea las cejas porque los perros le saltan a las piernas, al pecho. Su hija se pone muy feliz al verlo llegar en moto. Esa es la manera en que deseo traer al presente a Don Manfred, porque a pesar del tiempo, la foto abrupta y desdichada que vimos el día que no llegó al trabajo, en la portada de un diario de nota roja, con un chiste supongo que periodístico en el titular, aún me sigue lastimando y no la quiero como último recuerdo. 

La sonrisa de su hija en mi visión celeste es una construcción hecha con fragmentos de otras sonrisas. La suya en realidad nunca la vi. Más bien le olí el dolor en la mirada. Y era una mirada coagulada y rota. Rota y reventada a no sé cuántos kilómetros por hora la tarde que fue hablar con la gerente de la tienda con un montón de papeles bajo el brazo.

Acapulco no fue más que cloruro de sodio en la saliva sin tocar el mar. Los perros no se movieron, a excepción del que dormía despatarrado, barriga arriba, porque rodó de lado. Una mujer me barrió con los ojos. Presencié un catasterismo feroz. Padecí su fuego. Me dieron ganas de escribir sobre amputaciones. Amputaciones familiares. El tipo de amputaciones que tienen que ver con niños. Niños que son amputados de su familia nuclear y luego injertados en los cuerpos enfermos de familias periféricas. Quise escribir sobre mi poeta argenmex. Sobre las dictaduras militares del Cono Sur. Sobre la boca muda de un revólver que descansó varios segundos en los huesos de una cara. Y quise escribir sobre una condición superior a la del lazo familiar: la condición de la amistad. La amistad de-y-entre individuos cuadrúpedos y bípedos. El tipo de amistad que es extirpada salvajemente de nuestra vida sin dejar ni siquiera el eco de un adiós o de un aullido. Me dieron ganas de escribir sobre caminos. Caminos asesinos. Caminos ignotos.

¿y si Dios fuera un perro?

¿y si Dios fuera los Cuatro Perros Cansados de la Papelería Géminis?

dijo alguno, que resulté ser yo cuando llegué a casa por la noche y supe que Marciano
Cantero estaba muerto

¿y si Dios moviera sus colas felizmente?

Adrián Eleuteri
08092022