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varsity blues el peleador

Varsity blues: el peleador

En memoria de Lee

Hasta ahora que me doy cuenta que no terminé de aprender algunas de las lecciones que me diste.

Recuerdo que la segunda vez que te vi, me diste un chocolate. Un regalo poco común, y más entre adolescentes de 17 años, pero a 4 mil kilómetros de casa, era la señal universal que necesitaba: había encontrado un amigo.

Solíamos ir al Youth Group de la iglesia bautista los miércoles en aquel pequeño pueblo. Nos separaban en grupos para desgranar palabras clave de la biblia y enseñarnos una que otra pregunta prefabricadas para cuestionar a los profesores sobre la teoría de la creación (para los más pequeños).

Tenías un imán para atraer la atención de los niños, algo así como un noble gigante. Cuando te tocaba luchar, era un cuento diferente. Ponías Coming Undone de Korn a todo volumen y te sumías en un viaje con tus auriculares antes de pelear. En ese entonces solo escuchaba música en el iPod. Me pasaste algunos de tus álbumes favoritos y se me borró la biblioteca que me había creado antes de viajar hasta Minnesota rural a un poblado de 700 personas en medio de la nada. Me puse furioso.

Nunca te agradecí, pero ser amigo tuyo me dio la seguridad para mandar a la fregada al entrenador de basquetbol y su puesto de water boy en el que me maltrataban. Además, ni siquiera ganaban partidos. Prefería mil veces acompañarte a tus encuentros, tarareando la canción de la escuela en las bancas, detrás de las porristas. En el último evento que te vi, la escuela se llevó un premio “por esfuerzo”; las únicas dos chicas que asistieron estaban afónicas.

Cuando regresé a Minnesota cuatro años más tarde, me alegró no verte. La mayoría de las personas que me importaban de la escuela había cambiado o no la estaban pasando nada bien. Irónicamente, en Afganistán pensé que estarías más seguro.

Aunque eras el menor, tenías madera de buen hermano mayor. Con los demás me reunía a jugar God of War o Halo, pero en el desmadre de tu cuarto solo había un Nintendo 64, y por fortuna, seguías jugando Golden Eye. En esa época, mi hermano estaba en la universidad y no nos llevábamos muy bien; además de él, fuiste el único con el que me me había desvelado jugando videojuegos.

Comí carne de venado por primera vez en tu casa. La noche anterior, alguien había ido de caza, o había atropellado uno en la carretera, no lo recuerdo muy bien. Antes de llegar a estudiar a Minnesota había tenía muy poco contacto con los exteriores, para cuando regresé, me habías enseñado a disparar un rifle y también a usar un látigo de 6 metros, aunque nunca entendí por qué necesitaba aprender.

Dicen que en los pequeños detalles se conocen a las grandes personas. No tenías problema en demostrar afecto, y esa es una de las grandes lecciones sobre las que ahora reflexiono. Cuando más enojado estaba contigo, llegabas directamente a abrazarme, aún en los casilleros frente a toda la escuela. Nunca me trataste diferente al resto de tus amigos, y para mí, eso significó todo.

Estoy muy agradecido por haberte conocido y haber sido tu amigo.

Rodrigo.